Caminando por la calle Charcas una tarde de verano, me encontré con una situación de lo más insólita.
En una esquina había un gnomo, vestido como se visten los gnomos tradicionalmente, discutiendo acaloradamente con una planta de lechuga.
No, no estoy loca, ni fumé nada. Además no era la única que lo veía, porque, así como yo me paré a mirar, había ya unas tres o cuatro personas que, haciendo un circulo alrededor de ellos, miraban intrigados la discusión.
La lechuga le contestaba al gnomo, mientras, daba la sensación, que se paraba en puntas de pié, para poder hablarle más cerca de la cara.
En un momento dado la audiencia empezó a tomar partido. Un señor que parecía una persona muy seria y de bigotes, se acercó a los discutientes y les dijo, con mucha seguridad:
- Lo que dice la señora lechuga es verdad. Usted no tiene derecho a andar por la calle vestido de esa manera. Existen normas de moral y buenas costumbres y por más que el mundo se esté descalabrando por todos lados, uno no puede largarse alegremente a hacer lo que quiere. Su atuendo es un insulto a las personas de bien.
El gnomo se miró, y luego mirando de arriba a abajo al señor, se afirmó sobre sus pies, y sin dudar le lanzó un escupitajo certero, que fue a parar al ojo derecho del señor.
La lechuga que hasta ese momento se había mantenido callada, se lanzó contra el gnomo tratando infructuosamente de golpearlo, pero sus hojas eran bastante cortitas, y no tenían fuerza, por lo que más parecía acariciarlo que golpearlo.
Viendo la situación que se descontrolaba una señorita con guardapolvo de maestra jardinera, se acercó y tomó suavemente la lechuga, la apoyó en el suelo y trató de disuadirlos.
- Por favor, con la violencia no se llega a ningún lado. Señor, lo que usted dice es un poco autoritario ¿no le parece? Cada uno es libre de vestirse como quiere, además seguramente ese traje es típico de los gnomos, hay que aceptar otras culturas.
- A mi no me importa cómo se vista este desgraciado.- Dijo la lechuga, furiosa como nadie que haya visto en mi vida.- Ustedes agarraron la discusión empezada, el problema es que este... este asesino, se comió a toda mi familia en un asado que hicieron en su casa, y yo no le voy a perdonar la vida tan fácilmente. No tengo la fuerza física suficiente para matarlo con mis propias manos.- Dijo mirándose las hojas como si fueran garras.- Pero tengo la fuerza de voluntad necesaria para joderle la vida de tal manera que va a terminar suicidándose.
Todos nos quedamos estupefactos ante la declaración de la lechuga, porque quien más quien menos en algún momento se comió una rica ensalada de fresca lechuga, con algún tomate o quien sabe qué variedad de frutas y hojas. Y de más está decir que un nudo de culpa se nos alojó, por unos instantes en el estómago.
En ese momento, y ante el silencio de todos, se acercó un niño, que llevaba una jaula. Abrió la jaula y de su interior sacó un cobayo, lo acercó a la planta de lechuga que empezó a gritar desesperada pidiendo auxilio.
El cobayo, que parecía muerto de hambre, arremetió contra ella, y se la maducó.
El último en retirarse de la escena fue el gnomo. Por raro que parezca, se quedó paralizado ante la aparición del cobayo, y parecía hasta apenado cuando vio cómo la pobre lechuga iba desapareciendo entre sus fauces.
Una vez que el niño volvió a encerrar el cobayo, y se fue de allí, el gnomo quedó solo, y parecía aturdido, hasta que acomodándose el sombrero, se retiró del lugar silbando “Cambalache”.