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“Y un día, a través de unos ojos, uno encuentra el camino a casa”
M. C. López
M. C. López
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En la Ciudad de Buenos Aires ocurren cosas que nadie ve. Con un poco de suerte te puede tocar a vos, que te encuentre el pajarito mensajero. Te preguntaras quien es.
Vi un pajarito caminando. Un zorzal. Caminaba por la vereda una mañana de Marzo.
En Av. Díaz Vélez a una cuadra de Parque Centenario. Caminaba dando saltitos al estilo zorzal. Buscaba la dirección donde tenía que entregar su mensaje. Lo difícil era encontrar el dispositivo, cada sitio lo tenía en un lugar diferente.
Caminaba avanzando desde la mitad de cuadra hacia la esquina.
Saltitos, paraba, miraba. Saltitos, paraba, miraba. Andar de pajarito.
Así estuvo hasta llegar a la esquina, dar la vuelta a la manzana y llegar a la mitad de cuadra; un poco más acá.
Mas saltitos, miró; era la dirección. Ahora buscaba el aparatejo.
Miraba, caminaba hacia un lado; miraba, caminaba hacia el otro. Se paró frente a la puerta y observó atentamente cada centímetro de pared.
Tenía que entregar el mensaje en el momento justo, sabía que, cuando el sol proyectara una sombra de la rama de la casuarina, que estaba enfrente, justo en ese adoquín; era el momento en que debía tocar el llamador. Le quedaba tiempo, pero tenía que buscar.
Cada vez que debía entregar un mensaje, sentía la misma ansiedad, en sus manos estaba lograr el encuentro de dos almas que se separaron en el gran desencuentro. El que ocurrió allá por el inicio de los tiempos. Cuando las almas descarnadas todavía vivían de a dos, cada par en una estrella.
Los dioses, como siempre, esos despiadados; les jugaron una mala pasada, las invitaron a todas a la tierra a una gran fiesta de disfraces, envidiaban la unión y la armonía por lo que decidieron poner a prueba el lazo que las unía.
Ninguna sabría que disfraz usaría la otra. Todas llevaban un llamador bidereccional que podían usar para encontrarse, era como un prendedor, que, cuando lo presionaban, resonaba en el interior de ambas un zumbido que las ponía atentas. Así, como locas. Tensas, locas y ansiosas.
Una vez en la tierra todas las almas encarnadas y disfrazadas, y separadas de sus pares, empezaron el baile. Las lentejuelas y mascaras, titilaban bailoteando, al compás de la orquesta.
Un hilo de plata, estalló en el cielo y se desató la tormenta. El brillo de miles de gotas se confundieron con un desastre de lentejuelas y rasos. Todas huyeron para distintos lugares, dispersándose y perdiéndose unas de otras, dejando caer los llamadores.
Quedaron por toda la tierra, solas y perdidas, sin su par y sin saber como volver a su estrella.
Cuando vieron el dolor que causaron, los dioses se sintieron culpables, quisieron arreglar esto, pero como no son piadosos, crearon un Departamento Encargado de Reunir a las Almas Perdidas, y aquí es donde trabaja el pajarito.
Él es el mensajero, cuando descubren uno de los llamadores bidereccionales, el pajarito debe presionarlo en el momento justo para que ambas almas lo escuchen, levanten la vista de lo que están haciendo, y allí, justo allí, frente a frente, unos ojos que se reconocen sin saberlo.
Ya le quedaba poco tiempo al pajarito para encontrar ese aparato. Miraba por aquí, miraba por allá, volaba sobre la puerta, pero no lo veía.
Si no lograba encontrar el llamador, las almas se cruzarían y seguirían de largo sin verse, y pasarían otros miles de años para que se encontraran nuevamente. Era un trabajo muy estresante para un pobre pajarito, se decía a si mismo. Pero en el fondo le gustaba; se sentía bien, unir almas perdidas.
En aquel rincón brilló algo que llamó su atención, apurado, a los saltitos llego hasta el lugar. Era el llamador bidereccional; miró, si, era el momento; si, justo la sombra de esa rama sobre ese adoquín. Presionó.
Un zumbido atravesó el espacio tiempo.
Escuchá.
¿Escuchás?
Parece que te llaman.
Vi un pajarito caminando. Un zorzal. Caminaba por la vereda una mañana de Marzo.
En Av. Díaz Vélez a una cuadra de Parque Centenario. Caminaba dando saltitos al estilo zorzal. Buscaba la dirección donde tenía que entregar su mensaje. Lo difícil era encontrar el dispositivo, cada sitio lo tenía en un lugar diferente.
Caminaba avanzando desde la mitad de cuadra hacia la esquina.
Saltitos, paraba, miraba. Saltitos, paraba, miraba. Andar de pajarito.
Así estuvo hasta llegar a la esquina, dar la vuelta a la manzana y llegar a la mitad de cuadra; un poco más acá.
Mas saltitos, miró; era la dirección. Ahora buscaba el aparatejo.
Miraba, caminaba hacia un lado; miraba, caminaba hacia el otro. Se paró frente a la puerta y observó atentamente cada centímetro de pared.
Tenía que entregar el mensaje en el momento justo, sabía que, cuando el sol proyectara una sombra de la rama de la casuarina, que estaba enfrente, justo en ese adoquín; era el momento en que debía tocar el llamador. Le quedaba tiempo, pero tenía que buscar.
Cada vez que debía entregar un mensaje, sentía la misma ansiedad, en sus manos estaba lograr el encuentro de dos almas que se separaron en el gran desencuentro. El que ocurrió allá por el inicio de los tiempos. Cuando las almas descarnadas todavía vivían de a dos, cada par en una estrella.
Los dioses, como siempre, esos despiadados; les jugaron una mala pasada, las invitaron a todas a la tierra a una gran fiesta de disfraces, envidiaban la unión y la armonía por lo que decidieron poner a prueba el lazo que las unía.
Ninguna sabría que disfraz usaría la otra. Todas llevaban un llamador bidereccional que podían usar para encontrarse, era como un prendedor, que, cuando lo presionaban, resonaba en el interior de ambas un zumbido que las ponía atentas. Así, como locas. Tensas, locas y ansiosas.
Una vez en la tierra todas las almas encarnadas y disfrazadas, y separadas de sus pares, empezaron el baile. Las lentejuelas y mascaras, titilaban bailoteando, al compás de la orquesta.
Un hilo de plata, estalló en el cielo y se desató la tormenta. El brillo de miles de gotas se confundieron con un desastre de lentejuelas y rasos. Todas huyeron para distintos lugares, dispersándose y perdiéndose unas de otras, dejando caer los llamadores.
Quedaron por toda la tierra, solas y perdidas, sin su par y sin saber como volver a su estrella.
Cuando vieron el dolor que causaron, los dioses se sintieron culpables, quisieron arreglar esto, pero como no son piadosos, crearon un Departamento Encargado de Reunir a las Almas Perdidas, y aquí es donde trabaja el pajarito.
Él es el mensajero, cuando descubren uno de los llamadores bidereccionales, el pajarito debe presionarlo en el momento justo para que ambas almas lo escuchen, levanten la vista de lo que están haciendo, y allí, justo allí, frente a frente, unos ojos que se reconocen sin saberlo.
Ya le quedaba poco tiempo al pajarito para encontrar ese aparato. Miraba por aquí, miraba por allá, volaba sobre la puerta, pero no lo veía.
Si no lograba encontrar el llamador, las almas se cruzarían y seguirían de largo sin verse, y pasarían otros miles de años para que se encontraran nuevamente. Era un trabajo muy estresante para un pobre pajarito, se decía a si mismo. Pero en el fondo le gustaba; se sentía bien, unir almas perdidas.
En aquel rincón brilló algo que llamó su atención, apurado, a los saltitos llego hasta el lugar. Era el llamador bidereccional; miró, si, era el momento; si, justo la sombra de esa rama sobre ese adoquín. Presionó.
Un zumbido atravesó el espacio tiempo.
Escuchá.
¿Escuchás?
Parece que te llaman.