Tengo un piano sobre mi cabeza, amenazando con caer sobre mi, constantemente.
Aunque camine, y gire inesperadamente, sigue ahí arriba, y no encuentro la forma de librarme de él.
Cansada de intentar perderlo, me resigno a su presencia, y dejo de prestarle atención.
Al notar mi indiferencia, deja escapar unas notas graves, como amenazando, y logra que me fije en él nuevamente.
La tensión que acumulo me hace estallar, agarro un hacha y trato de destrozarlo, pero se aleja y no llego a tocarlo.
Mi vida se gasta en mis intentos de sacármelo de encima, pero no puedo encontrar la forma. Me siento en la vereda, harta de la pelea, y lo desafío a que me aplaste.
Indignado por mi calma, comienza a maltratar con música destemplada mis oídos.
No puedo aguantarlo más. Me levanto, salgo corriendo pero no lo pierdo.
A cincuenta metros de donde estoy, veo a un hombre con un piano sobre su cabeza, en sus ojos noto la misma tensión que yo tengo, la ira y la frustración mezcladas. Nos miramos y nos entendemos. Corremos uno hacia el otro, y en el momento que nos cruzamos, su piano choca con el mío y los dos caen, destartalandose contra el piso.
Frenamos, volteamos al mismo tiempo y nos miramos. El alivio que siento lo veo reflejado en su cara, donde se dibuja una sonrisa. Nos presentamos, hablamos, y logramos encontrarnos en ideas, tristezas y alegrías. Caminamos juntos alejándonos de los pianos que creíamos muertos para siempre.
Cuando los perdimos de vista, los pianos se levantan, se acomodan las tablas, y después de saludarse, salen a buscar a sus nuevas ¿víctimas?